De Nueva Orleans a nuestra costa: los inicios del jazz en Colombia
Por Juan Carlos Garay
En las notas interiores de un compilado de música colombiana prensado por el sello norteamericano Putumayo Records, hay una descripción de Lucho Bermúdez que me parece reveladora. Tenemos que pensar que el texto iba dirigido principalmente a los melómanos estadounidenses, de modo que era necesario recurrir a analogías de su cultura. Bermúdez aparece entonces como “el Benny Goodman colombiano” y, pensándolo bien, puede ser una de las ideas más acertadas de nuestra musicografía compartida. En primer lugar, el parecido físico es asombroso. Pero, más importante aún, ambos lograron otorgarle al clarinete un rol central en la música popular de su tiempo.
Esa comparación nos lleva a pensar que la influencia del jazz estuvo presente en nuestra música tropical quizás antes de que hiciéramos conciencia de ello. Alguna vez me quejé en voz alta de por qué los periodistas de su tiempo no le preguntaron directamente a Lucho Bermúdez por la presencia de elementos de jazz en su obra. ¿No notaron, por ejemplo, que “Fiesta de negritos” tiene una estructura muy similar a “Sing, Sing, Sing”? Me escuchó Humberto Moreno, decano de la industria discográfica y fundador del sello MTM, y me contestó: “¡porque era el estilo de la época!”. Luego agregó un dato interesantísimo; me contó que ese tipo de arreglos para big band no eran nombrados entre los disqueros como jazz, sino como “sonido internacional”.
El jazz se ha convertido, por supuesto, en un lenguaje internacional. Tiene una capacidad asombrosa de mimetizarse, de acoplar elementos de otros géneros, de agregarle vitalidad incluso a tradiciones que le son ajenas. Es el “catalizador universal”, suele decir el saxofonista Antonio Arnedo, quien ha demostrado en varias grabaciones lo bien que empalma con géneros del Caribe colombiano como la cumbia y el porro. Precisamente, el jazz entró a Colombia por el Caribe. La reconstrucción de esa historia es un ejercicio que tiene vacíos sonoros porque las primeras generaciones no grabaron discos. Se puede reconstruir a partir de memorias, partituras, avisos de prensa y fotografías.
El año 1921 parece ser clave. La Panamá Jazz Band hizo una gira por la costa y se presentó en Barranquilla, Cartagena y Cereté. La separación había ocurrido hacía menos de dos décadas, pero claramente los panameños ya estaban muy influenciados por los Estados Unidos y habían tenido un progreso cultural en ese sentido. Con aquella orquesta llegaron también los nuevos bailes: el charleston causó furor, según notas de prensa. Se sabe que algunos músicos panameños se quedaron en Barranquilla y Cartagena, donde alimentaron la vida musical a través de la enseñanza académica o, directamente, de la integración de nuevas orquestas.
En octubre de ese mismo año, 1921, el Diario de la Costa publicó un aviso que anunciaba la venta de partituras de fox trot. Esto significa que los ritmos afroestadounidenses entraban a los hogares, ofreciendo una alternativa alegre a las partituras más recatadas de valses y contradanzas para consumo doméstico. Básicamente todo lo que salía de la ciudad de Nueva Orleans (la cuna del jazz) recogía un cúmulo de influencias dentro del cual eran muy importantes lo antillano y lo afro. En suma, la expresión caribeña. Por eso fue fácil la identificación de los barranquilleros y los cartageneros con esa música. Ya en abril de 1922 las partituras abarcaban otros estilos como el one-step, el blues y el ragtime. La fuerza de esta oleada de jazz fue tan incontenible que incluso llegó al interior del país, donde el compositor Luis Antonio Calvo (más conocido por sus danzas, intermezzos y pasillos) escribió un ragtime titulado “Blanca”.
Por esa época se fundan las primeras orquestas de jazz colombianas: la Jazz Band Lorduy en Cartagena y la Jazz Band de Anastasio Bolívar en Bogotá. Dado que no hicieron grabaciones, nos queda imposible saber cómo sonaban. ¿Qué tantos elementos de síncopa había en sus interpretaciones? ¿Cómo integraban, por ejemplo, las escalas del blues con detalles afrocolombianos? Lo único que conocemos, gracias a una fotografía de la Lorduy tomada hace cien años, es la conformación instrumental: piano, banjo, violín, flauta, saxo, clarinete, contrabajo y batería. No había instrumentos repetidos, como sucede más tarde con el fomato de big band. El modelo parece venir de las bandas estilo “Dixieland” de la primera generación del jazz en Nueva Orleans.
En algún momento saltamos de las jazz bands criollas a las orquestas tropicales. El proceso parece haber sido muy natural. En su libro Jazz en Colombia, el historiador Enrique Luis Muñoz menciona a la Sosa Jazz Band de Barranquilla como una de las pioneras en la década de 1930 y luego arroja un dato esclarecedor: allí, en la fila de trompetas, tocaba un joven llamado Pacho Galán. El músico que años después popularizó el merecumbé se formó en las dinámicas del jazz. Junto con Lucho Bermúdez, Pacho Galán conforma una columna vertebral de nuestro imaginario tropical. Ambos supieron imprimir elementos de swing en sus composiciones y arreglos. Es decir que, en una parte importante de nuestra música popular, existe una semilla de jazz.
Aquí, por supuesto, el camino se bifurca: las orquestas de baile siguieron su propia trayectoria y el jazz, cuya definición es cambiante, buscó nuevos espacios, nuevos formatos. Las jazz bands colombianas de comienzos del siglo XX van quedando cada vez más lejanas en el tiempo, casi como mitos borrosos. Pero de vez en cuando aparecen oportunidades de hacer más diáfano este capítulo de la historia. Hace un par de años visité el Centro de Documentación Musical de la Biblioteca Nacional y me mostraron un tesoro: las partituras originales de la Jazz Band de Anastasio Bolívar, instrumento por instrumento. Hay dos piezas marcadas como “fox trot”. Como yo no leo música, no pude saber en absoluto cómo sonaba aquello. Simplemente me emocionó su naturaleza de manuscrito esmerado, pulcro. E imaginé que en cualquier momento alguien puede revivirla y grabarla, y por fin sabremos con exactitud qué escuchaban nuestros antepasados.
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Luisa F. Cano